por Miguel Roig
El poeta y periodista, amigo, Raúl Emilio Acosta, me pide que relea el poema en el que Raymond Carver evoca a la ciudad de Rosario. Eso me pide el poeta. El periodista quiere que le refiera los hechos que ocurrieron allí en los años ochenta. No puedo hacer mucho por el segundo pedido; tal vez algo más por la lectura, otra más, del poema Cubiertos (Cutlerly), traducido por Mirta Rosemberg y Daniel Samoilovich (Rosario Ilustrada, guía literaria de la ciudad, Editorial Municipal de Rosario, 2004).
Cuando se habla, en Rosario, del paso de Carver por allí, se habla de Rosario. Demasiada gente, desde 1984, año en el que el escritor dio una charla allí junto a su esposa, la poeta Tess Gallagher, ha intervenido en la conversación que se une a un hilo de visitas que pasa por Alfonsina Storni, Federico García Lorca, José Ortega y Gasset y que llega hasta Graham Greene, quien menciona a la ciudad en sus novelas El cónsul honorario y Paseos con mi tía.
Cuando Carver estuvo en Argentina aún su obra no había sido traducida al español, cosa que hizo la editorial española Anagrama recién en 1986 cuando publica Catedral, es decir, dos años después de aquel viaje a Rosario. Esta es la razón –ignorancia, sin más– por la cual yo no asistí a esa lectura ya que había sido invitado por una amiga, profesora de la Facultad de Letras. Algo más importante tendría en mi agenda esa tarde que ir a escuchar a un escritor, desconocido para mí, al Jockey Club de Rosario. Mi memoria ubica el encuentro allí, pero parece que no fue así. Según la poeta y crítica de arte Beatriz Vignoli la lectura de la pareja fue en el salón de actos del Normal Nacional Superior en Lenguas Vivas. Uno nunca sabe el pasado que le espera, suelen decir los cubanos y tienen razón.
El Jockey Club entra en juego porque es uno de los lugares que cita Carver en el poema. El periodista Víctor Cagnin escribió una novela, El poeta perdido, en la que describe un almuerzo imaginario de Carver con el poeta Gary Vila Ortíz, el escritor Jorge Riestra y el periodista Jorge Lanata. El narrador de la novela avisa del parecido de Carver con Roger Moore, cosa que a Vignoli le parece una exageración ya que lo recuerda como un hombre gris: «El hombre era como la voz. Todo cuadrado, todo gris. Tenía el traje gris, plano, liso. El pelo gris. La piel gris. Los ojos grises. Unos anteojos verdosos, grandotes, de miope, enormes, cuadrados. Era todo cuadrado y gris». Ese día, lo que le gustó a Vignoli fue la presencia de Gallagher y no la de Carver, con quien confiesa haberse dormido porque el escritor leyó un cuento monótono en el que el narrador se limitaba a decir «ella dijo» a lo que seguía una frase del personaje femenino para repetir la fórmula hasta la somnolencia. Esto Vignoli lo cuenta muchos años después, de lo cual se deduce que aquella primera impresión que le dejó Carver no fue modificada con el tiempo, porque de haber buscado el cuento lo habría encontrado en el libro Tres rosas amarillas (Anagrama, 1989) con el título Intimidad, publicado en 1988 en Estados Unidos (Where I’m Calling From, Altlantic Monthly Press, Nueva York). Intimidad es una narración muy breve que expone, a tumba abierta, el encuentro de una pareja, largo tiempo después de la separación y que de manera cruda ponen de manifiesto la imposibilidad de desbaratar la soledad a la que fueron condenados, quizás, incluso antes de conocerse.
Carver, además de visitar muchos sitios como escritor consagrado, estuvo en Zurich. Tanto la ciudad suiza como Rosario, aparecen en sendos poemas que poco tienen que ver con el lugar como espacio físico y mucho como lugar moral. En Rosario la mayoría de las crónicas hablan de la visita del escritor y del poema como testimonio de aquella visita y no de su sentido. «Hemingway never ate here», se podía leer hace unos años en el frente de un restaurante de Madrid. Es difícil que en Rosario se permitan esa broma.
En Cubiertos, Carver rememora una tarde, pescando en un río de su país, cuando un gran salmón picó, «Y salió entero afuera del agua. Pareció pararse/ sobre su cola. Después volvió a caer y se fue./ Temblando, seguí hasta el puerto como si nada/ hubiera pasado./ Pero había pasado./ Y pasó tal cual lo acabo de contar.».
Esto lo recuerda Carver frente a otro río, el Paraná, en la costa rosarina. Lo recuerda porque, según describe en el poema, anhela que «que algo se levante y salpique./ Quiero oírlo, y seguir adelante.». Carver quiere una revelación: aquello que Keats definió como «la belleza es la verdad, la verdad belleza». Joan Miró decía que el artista es el único trabajador que se levanta por la mañana sin saber que tiene que hacer y la jornada se convierte en espera. Aguardando la verdad. Que se levante, se deje ver, oír, y seguir.
Cuenta Carver en su poema En Suiza, que en Zurich solía ir en tranvía hasta el cementerio para fumar ante la tumba de James Joyce, allí enterrado, y escuchar el rugido de los leones del zoo vecino. Cuando éramos niños, en Rosario, nos gustaba ir al Parque Independencia, donde entonces había un zoológico, para aguardar en las inmediaciones el rugido del único león que había allí en cautiverio. En Zurich, en este entorno, el poeta reflexiona: «Todos nosotros, todos nosotros, todos nosotros/ intentando salvar/ nuestras almas inmortales por caminos/ en algún caso más sinuosos y misteriosos/ aparentemente/ que otros. Estamos/ pasándolo bien aquí. Pero con la esperanza/ de que todo me sea revelado pronto.».
En Rosario, aquellos niños, casi adolescentes, a principio de los setenta, mientras escuchábamos al viejo león rugir, también alimentábamos la esperanza de que todo nos fuera revelado. Muchos años después, todavía seguimos aguardando «que algo se levante y salpique. Y así, poder seguir adelante.
(*): Escritor y periodista.